Asunción, IP.- Alberto García Palomo, es un periodista español que sintió en carne propia la enfermedad causada por el coronavirus (Covid-19). Mientras algunos casos son leves y se pasan en casa, otros requieren hospitalización y un tratamiento más personalizado.
En esta nota, el comunicador relata la experiencia que tuvo desde el momento en que sintió los primeros síntomas hasta el día en que recibió su alta médica.
“Todo empezó con un ligero dolor de cabeza, que posteriormente avanzó con una fiebre de 38.3 grados centígrados. Se extendió durante horas, rozando con peligro los 39 y dando las señales inequívocas de que algo se incubaba” comenzó relatando el periodista en contacto con Paraguay TV y la Agencia IP desde Madrid.
Aun así, cuenta que esa noche pudo leer un libro en la cama para preparar una entrevista, confiando en que la madrugada despejaría falsas alarmas. Esto en atención a que unos días antes, su pareja había pasado por lo mismo, y que con apenas unas horas de malestar experimentó una mejoría inminente.
Sin embargo para él no fue así. Relata que los siguientes cuatro días terminó por desarrollar todos los síntomas propios de la enfermedad. “Cada hora que pasaba se acentuaba la enfermedad” recordó.
Para el quinto día recordó que la fiebre iba en ascenso, no conciliaba siquiera el sueño por el intenso dolor de cabeza. Comentó que esta situación apresuró su visita al servicio de urgencias más cercano en Madrid. Cuando llegó al nosocomio, en medio de un estricto protocolo, el personal de blanco le tomó la temperatura y le hizo preguntas respecto a sus síntomas. “Pronto estaba dentro, con apenas una decena de personas. Según me contó el doctor, el procedimiento era sencillo: me harían una radiografía para ver si había neumonía, ese indicativo propio del virus surgido en Wuhan (China).”
Con esas muestras, luego pasaría a un análisis y al test del SARS-CoV-2. Dependiendo de los resultados, determinarían si le ingresaban o le mandaban a casa de nuevo. El resultado no tardó: neumonía extendida a ambos pulmones.
Cuenta que tras esos resultados le extrajeron la secreción nasal para certificar el virus y también para un análisis de laboratorio. Recuerda que a la espera de esos resultados, lo dejaron con otro paciente de 53 años quien le había indicado que ya llevaba ocho días con los mismos síntomas y le describió su experiencia como “algo peor que una resaca de whisky malo”.
Por si fuera poco, ese paciente había perdido a su padre por la misma enfermedad, la semana anterior. No había podido darle luto y ni siquiera sabía cómo y cuándo podría tener sus cenizas ni tramitar todo el papeleo del deceso. Su desconcierto era inexplicable.
En eso llegó el resultado. A pesar de su neumonía bipulmonar no había dolencias añadidas. Indicó que le dieron Azitromicina y Dolquine, medicamentos propios de esta pandemia (uno de ellos, el utilizado contra la malaria). “Tenía que tomar dos pastillas al día y volver a las 48 horas para un seguimiento y los resultados del test” señaló.
Comentó que al día siguiente, faltando aún 24 horas para la revisión, no pudo aguantar. La fiebre escalaba hasta los 40 grados centígrados su organismo sentía desencajado. Estar en cama no calmaba su desazón. “. Decidimos volver, siempre acompañado y cuidado por mi pareja. Los trayectos eran en coche: no creo que hubiera trabas, pero no coincidimos con la policía. Y, efectivamente, el panorama había cambiado por completo: una multitud se amontonaba en los bancos metálicos”.
Continuaba relatando que algunos formaban fila incluso en sillas de ruedas. Otros dormitaban en butacas en la sección contigua de pediatría. «¿Has vuelto?», le preguntó la encargada del día anterior. «Verás que hoy no tiene nada que ver. Prepárate», soltó detrás de una mascarilla, gafas y un traje entero de plástico.
Comentó que ese día vio pasar muchas cosas durante su larga espera, pues las pruebas tardaban una eternidad en hacerse debido al colapso que estaba experimentando el servicio sanitario de Madrid.
Posteriormente, siendo las cinco de la mañana, comenta que llega su veredicto. El pulmón derecho ya tiene tres lóbulos afectados y Alberto debe quedar en el hospital. Además su tensión es alta, con una frecuencia cardiaca de 89 pulsaciones por minuto, y la saturación de oxígeno en sangre descendía por debajo del 90% conocido como hipoxemia.
“Necesito que me insuflen aire y me meten en uno de los boxes junto a otras tres personas. Vienen dos enfermeras a tomarme más sangre. Les digo que suelo marearme y no estoy en mi mejor forma para una extracción más”, esbozó.
Avisadas, las enfermeras intentaron calmarlo y distraerlo a fin de llevar a cabo la inyección. No sin antes advertirle a Alberto que les costaba mucho palpar bien la vena debido a que llevaban puestas tres guantes. Seguidamente las enfermeras desviaban su atención con preguntas para asegurarse de que no estuviera desvaneciendo. Las interrogantes eran básicas, según relata el comunicador español: ¿Cómo te llamas? ¿Cuántos años tienes? ¿A qué te dedicas?, etc. “Al responder que soy periodista, exclamaron: ‘Pues aquí ya tienes el próximo artículo: Noche de mierda en el Infanta Leonor’, mientras dejaban escapar alguna que otra risa” recordó.
Explica que desde entonces y durante las siguientes 12 horas todo se descontroló. “Si antes el colapso era evidente, ahora la estructura salta por los aires. En el turno anterior, al menos existía un funcionamiento marcado, como el de las bandas de equipaje en un aeropuerto. Con el siguiente se desmorona. A los nuevos pacientes nos sumamos los 103 que esperamos cama. A mí me dicen que a lo mejor voy a Ifema, el recinto ferial donde se ha habilitado un hospital de urgencia. Soporto en la misma butaca de los análisis mientras veo cómo se llevan a mis compañeros de habitáculo. Uno de ellos ha empeñado todo el tiempo en jadear, llamar a gritos a todo el personal médico y pregonar que tiene diarrea”.
Durante esas horas mencionó que fue testigo de decenas de extracciones de sangre y de pruebas de coronavirus, incluso contempló un electrocardiograma a una señora sin blusa. “En este rincón minúsculo tenían que improvisar todo un protocolo de actuación y dar tratamiento a los que ya constamos como ingresados.”
Sistema desbordado
La falta de espacio hizo que le movieran a otro cuarto aún más pequeño. Comenta que al lado tenía a un médico de familia que trabaja en un centro de salud al norte de la ciudad, al que también le habían descubierto neumonía. “Escuchaba cómo hablaba por el móvil de forma serena con su familia, previniéndole a todos que no es para tanto y eso me consolaba”, recordó.
Estaba claro que el sistema iba a reventar. A su alrededor, una enfermera reparte paracetamol. Otra sirve botellas de agua o zumo para calmar los ánimos. Una se planta en medio de la tenue algarabía y exclamaba que se tenían que comportar por consciencia social.
“Cuando todo se ha ido de las manos y la estancia parecía interminable, me llaman. Salto como si me hubieran convocado para una final de Champions League. Una celadora me lleva a un ascensor. Mi destino es un ala desangelada de la última planta. La habitación tiene sensación de desuso. El ventanal da a la azotea. Pronto me acompaña un señor procedente de la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI). Va gritando. «Queréis matarme. ¿Por qué me subís?», berrea mientras resuella con dificultad”.
“Por la noche no deja de pedir auxilio. El oxígeno no le funciona. Ante la falta de asistencia y su creciente agobio, me uno a sus reclamos. Como puedo (también con oxígeno), empiezo a gritar «¡Ayuda, por favor!» hacia el pasillo. De repente, una enfermera le coloca bien el oxígeno y noto como si le hubieran ajustado el cordón umbilical a la vida. Aun así, no deja de resoplar agonizante”, recordaba.
Continua recordando que a la mañana siguiente, después de una noche monstruosa en la que su compañero de al lado se peleaba con su tráquea y él disputaba una batalla con el bicho traducida en ahogos, tiritonas, sudadas y espasmos que parecían seguir el baile de un ring de boxeo. “Finalmente mi acompañante toma fuerzas y se despide en voz alta de sus familiares. Dirigiéndose a una audiencia imaginaria, confiesa: “Ya no puedo más. Esto se acabó. Los quiero” lamentó.
“Juro que el anuncio fue seguido con un silencio absoluto de unos segundos que cayeron como una eternidad: pensé que la despedida se había materializado y las lágrimas anegaron mi almohada”.
Las primeras enfermeras que me atienden son locuaces y optimistas. Dan ánimos a mi compañero y me tratan con guasa. «Te han tocado las vistas al Parque Nacional Villa de Vallecas», dicen, señalando a los edificios de ladrillo visto de este barrio de la capital. «Y en este tejado es donde salimos a fumar y a rajar de lo que nos pasa», apostillan. «Avisadme y me uno al próximo cigarrillo», digo sin fuerzas, sintiendo una leve recuperación. Antes de salir, vigilan mi bombona de oxígeno. Al ver que se me ha acabado y no he indicado nada, me amenazan: «Llama cuando esté en la línea roja. ¿No te das cuentas de que si no te llega y se te complica de repente puedes irte al otro lado?».
Cuenta que a media tarde, la misma persona que le había subido al cuarto le recoge y lo conduce a otro módulo. “Abandonamos el de psiquiatría, explica, que no está bien habilitado, y me llevan al de medicina interna. Del rojo al morado. Solo soy capaz de ver unos segundos el pasillo. Todo está recién colocado. En las puertas hay una pila de cajas de guantes, gel y un cubo de basura. «La historia cambia según la hora, vamos improvisando
“Cada día se presenta un médico diferente y dice: «Hola, soy el médico que te va a tratar a partir de ahora». Me auscultan en silencio y se marchan sin adelantar ningún dato, parapetados detrás de un uniforme totalmente blindado. Lo que se repite son las visitas de las enfermeras. Me toman la tensión, la saturación de oxígeno en sangre, la fiebre. Aparte, me añaden un antibiótico de amplio espectro cada mañana, un protector de estómago y corticoides para bajar la inflamación. Me sirven cuatro comidas al día. Me preguntan si me he duchado y si he «depuesto». Sandra, la que acude más a menudo, acumula una semana sin librar y me pone al corriente de cómo está el resto de estancias”, recuerda.
Baja la fiebre
“El número de pastillas va menguando. Remite la tos. El oxígeno pasa de dos litros por minuto a uno. Cada análisis —sacado de madrugada— da mejores resultados. Las placas exhiben mejoría. Retomo cierta rutina: ya puedo concentrarme en leer y ver sin cefalea algo de televisión. Mi pareja ha podido dejarme una bolsa con ropa, material de aseo y libros en una mesa habilitada a la entrada. También puedo atender sin problemas las decenas de llamadas y mensajes de apoyo. No puedo traspasar mis cuatro paredes ni tener visitas, pero cada día me comunico con decenas de amigos y familiares preocupados. Respiran aliviados. Sobre todo mis padres, sufriendo a distancia, sin la posibilidad de acercarse”.
De jueves a domingo se estabiliza su situación. Ya puede incluso caminar de un lado a otro o ver cómo el bloque de enfrente se llena de camas con nuevos enfermos. Muchos pegan los rostros a las ventanas, se mueven agarrados a la pared o trasnochan con la luz encendida. También observaba desde su habitación cómo salen coches fúnebres del aparcamiento subterráneo. Aflige verlos encaminados a un luto solitario.
Llegó el lunes y le quitaron el oxígeno. “Mi sangre goza de la saturación adecuada para valerme por mí mismo. Guillermo, el médico que al final sí que me ha tratado en más ocasiones, me comenta que depende de cómo salgan las últimas pruebas, pensarán darme el alta. Por la noche, en una última revisión, me ofrecieron zumo o leche que acumulan gracias a donaciones”, recordaba mientras afirmaba que aún no asimilaba toda la dedicación, el esfuerzo y la ayuda de todas las personas que cargan en primera línea con esta pandemia.
Alta médica
Tras haber sumado ocho jornadas de hospital, al mediodía suena el teléfono del cuarto. “El médico acababa de firmar el informe final. Ya podían quitarme las vías del brazo y dejarme para que pueda asearme y ponerme ropa de calle para salir”. Finalmente recordó que al momento de abandonar la sala todos los presentes aplaudieron.